En la soledad de mis pensamientos e inmerso en la oscuridad de la noche con la única compañía de la luz de los faros, y antes del suicidio como mi personal preludio a éste, sonaba en aquellos altavoces estos versos recitados por Roberto Iniesta:
Una sola puerta de tres, abierta.
Una sola puerta.
Enfrente, la montaña.
Pasa la nube inmensa;
toda suya... todo suyo.
Huracanes de vientos;
lluvia andante semiparalela
y en todo el monte funerales alegres, naturales,
de hojas muertas.
Los cabellos terráqueos danzan todos iguales
al son de trompetas invisibles que vienen de los mares.
Llegó el otoño; llegó la muerte...
¡Mas no para todos!
Hoy morirán hojas y animales.
Mas no morirán para siempre y, en su transformación de mañana
darán
con más calor
a la tierra,
de su muerte,
pasado mañana,
brotes de esperanza.
Y yo no he muerto.
Me alegro de la lluvia
y me alegro del viento.
Si tengo frío, me caliento;
si tengo miedo, ¡Que no lo tengo!,
susurro y pienso...
Y para mañana
ya me he comido mi pequeña ración de esperanza.
Una sola puerta de tres, abierta.
Una sola puerta inmensa.
Tras la resonancia de estos últimos versos en la oquedad del habitáculo mi corazón volvió a latir con ríos de consuelo y deseo.
Pero la exasperación habia sido tal que ya era demasiado tarde...
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